Diciembre 14
«Más bien, mientras dure ese «hoy», anímense unos a otros cada día, para que ninguno de ustedes se endurezca por el engaño del pecado. Hemos llegado a tener parte con Cristo, con tal que retengamos firme hasta el fin la confianza que tuvimos al principio.»
Hebreos 3: 13-14
El premio a nuestra fidelidad es que somos hechos partícipes de Cristo. Esto realmente es un maravilloso privilegio, porque nos abre una entrada amplia y generosa a todas las riquezas contenidas en la persona del Mesías. Accedemos a la comunión con el Padre; a la sabiduría y gracia para movernos con elegancia en medio de los desafíos que nos presenta la vida; y a la autoridad para confrontar, sin temor, los interminables esfuerzos del enemigo por desarticular el plan de Dios para nuestra vida.
No debemos olvidar, tampoco, que participar de Cristo también significa que somos introducidos en ese círculo selecto de santos que han sufrido por causa de su nombre. El sufrimiento, tal como señala el autor de Hebreos, es la herramienta más efectiva empleada por el Padre para que alcancemos la perfección para la que fuimos creados.
La condición para participar de Cristo es, como lo he señalado en una reflexión anterior, retener hasta el fin el principio de nuestra seguridad. Con la figura de un caballo en una competencia hípica ilustré el significado de ese término. Podríamos pensar también en que sacamos a caminar un pequeño perro, sujetado con una correa.
Repentinamente aparece otro perro, pero más grande, con actitud agresiva y aspecto feroz. Nuestra pequeña mascota se asusta e intenta huir. Sabemos que si lo soltamos correría hacia la calle con el riesgo de que algún vehículo lo atropelle. Debemos retenerlo, sujetarlo y transmitirle confianza, porque nosotros nos ocuparemos de defenderlo, si fuera necesario.Debemos sujetar nuestra fe cada vez que se siente amenazada por las circunstancias.
El ejercicio de nuestra vida espiritual nos desafía a sujetar nuestra fe cada vez que se sienta amenazada por circunstancias que nos infunden miedo. No basta con lograr retener en una sola ocasión nuestra confianza. En esta postura, nos exhorta el autor de Hebreos, debemos permanecer hasta el fin. No deja oportunidad para dudar de lo que he señalado en muchas oportunidades: que el premio no se le da al que se anotó para participar en la carrera, ni para el que corrió solo la mitad del recorrido, sino para la persona que logró cruzar la meta.
El enemigo por derrotar en el curso de esta larga carrera es el engaño del pecado, el principal responsable del endurecimiento del corazón. El pecado consigue engañarnos precisamente porque no es capaz de ofrecernos una lectura legítima de la realidad. Así ocurre con la mirada con la que examinamos nuestro propio corazón, o con la que analizamos el mundo que nos rodea. El pecado siempre se las ingenia para mostrarnos precisamente lo que queremos ver.
El cristiano maduro ha desarrollado una sana desconfianza de su propia perspectiva de la vida. Prefiere apoyarse en la lectura acertada y confiable de la vida que ofrece la palabra de Dios. Sabe que aun cuando la vida parezca contradecir abiertamente las declaraciones de las Escrituras, la verdad no se encuentra en lo que vemos, sino en lo que ha hablado el Señor.