Diciembre 12
«Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos.»
Hebreos 4:15-16
El gran erudito del Nuevo Testamento, F. F. Bruce, en su comentario sobre el libro de Hebreos, propone que el texto de hoy representa la introducción al próximo tema que va a abordar la epístola, los méritos de Cristo como sumo sacerdote.
Sin desmerecer la perspectiva de tan distinguido teólogo, la frase «por lo tanto» claramente indica que estos versículos representan la continuación del argumento que viene presentando el autor. De hecho, pareciera ser la conclusión más apropiada a las verdades que ha enunciado hasta este momento:
Dios ha hablado de muchas maneras (1.1).
En este tiempo nos ha hablado por medio de su Hijo (1.2).
Debemos prestar mucha atención al mensaje que nos ha entregado (2.1).
Esto ayudará a que nos desviemos de la fe (2.1).
La desviación es producto del endurecimiento del corazón (3.8).
El endurecimiento del corazón se ve facilitado por el engaño del pecado (3.12).
Para evitar caer ante los seductores mensajes de un corazón engañoso debemos aferrarnos a la fe (3.14; 4.2).
Queda claro que al transitar por un camino tan repleto de riesgos necesitamos toda la ayuda que podamos recibir. Entre las herramientas que Dios pone a nuestra disposición ya hemos examinado, con detenimiento, el trabajo que realiza en nosotros la Palabra que él habla. Penetra hasta las profundidades de nuestro ser y expone las incitaciones, los egoísmos, las mezquindades y las maquinaciones que frecuentemente son la verdadera motivación detrás de muchas de nuestras acciones.
Este trabajo de la Palabra es muy valioso, siempre y cuando exista en nosotros la disposición de permitir que nos examine. Si existe el compromiso de darle a la Palabra la libertad para que obre en nosotros conforme al propósito para el que fue enviada, probablemente salgan a la luz realidades que hasta el momento no habíamos visto. Algunas serán liberadoras.
Otras producirán en nosotros tristeza, porque verdaderamente creíamos que éramos más santos de lo que somos. La luz de la Verdad mostró que en nuestro propio corazón existen intenciones crueles y pensamientos viles. El Señor no trabaja para sembrar en nosotros el desánimo, sino la esperanza.
La reacción universal ante tan sorpresivo descubrimiento es la desazón. Cuando Pedro descubrió cuán pobre era su compromiso con Cristo, salió afuera y lloró amargamente (Mateo 26.75). David, frente a la revelación de su pecado, redactó el Salmo 51: «… reconozco mis rebeliones; día y noche me persiguen. Contra ti y sólo contra ti he pecado; he hecho lo que es malo ante tus ojos. Quedará demostrado que tienes razón en lo que dices y que tu juicio contra mí es justo» (3 y 4 – NTV).
El objetivo del Señor no es hundirnos en la depresión, sino restaurarnos. Ante al dolor que experimentamos, al descubrir la bajeza de nuestro propio corazón, existe Uno dispuesto a traernos consuelo, ánimo y sanidad. Él es el Hijo de Dios, un sumo sacerdote fiel al que podemos recurrir con toda confianza. Él limpiará nuestras heridas, perdonará nuestras transgresiones y vendará nuestros corazones. A él debemos confiar nuestra vida.